Ese Jueves Santo marcado en el calendario como 2 de abril, tomé carretera y mar. Estaba de cumple y no solo sumaba años a mi vida, sino también una nueva aventura: conocer Masargandup, una de las tantas islas que componen el archipiélago de San Blas en Panamá.
Tres venezolanos, una española y yo. Casa de campaña, algunos colchones inflables, almohadas, sábanas, una sencilla compra de comida y grandes expectativas nos acompañaron. El viaje prometía.
El primer día recorrí la isla junto a las amigas. Es pequeña, por tanto lo hicimos en una hora y algo, luego el recorrido lo hacía sola. Aquel lugar se presta para pensar, redefinir, meditar, sencillamente fluir.
Al día siguiente de llegar, se fueron los venezolanos a pescar y llegaron con un gran pescado con el que comimos y cenamos. Por bizcocho de cumple tuve arepas venezolanas y no una vez , sino dos veces, rellenas de mantequilla, queso y jamón. Fueron cocinadas como el pescado, de forma rústica: bloques, una parrilla vieja y carbón.
Alguna que otra vez me le arrimaba a algún guna (gente nativa de la isla) para saber sobre sus costumbres y cultura. A las mujeres preguntaba sobre sus vistosos vestuarios los cuales vendían a módicos precios.
Había calculado que ese fin de semana habría luna llena y fue bajo su luz que me bañé de ella una y otra vez, todos los días que estuvimos allí. Hubo un gran momento bajo su embrujo y fue cuando, tirados en la arena, mirando el cielo y la luna sobre el mar, que amigos/as y gunas hicimos cuentos, contamos leyendas, nos reímos mucho y aunque por poco tiempo, estrechamos lazos.
Terminé aquella Semana Santa y la celebración del cumple dándole gracias a Dios por cómo bendecía este nuevo año con cosas que amaba hacer como viajar y conocer gente bajo el amparo de la luna llena y un mar amplio que fue mi camarada y refugio durante esos días.
Sí, vale la alegría viajar.
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